La poesía es un momento tan mágico que el cielo y suelo se acobijan a su velo, más cuando crece y se desorbita desde el infierno.
Comencé a perseguir mis sentimientos cerca de los diecisiete años, saliendo de junio y ya en casi un pleno estío. No sabía que el hastío es la mejor figura de la angustia, hastío donde se subraya cualquier condición que presente una figura hacia un rincón que se anhele, desde la primera persona, por vivir tras la apuesta sólo para ganarla desde la tercera persona sin mover más que los sueños y las estrellas.
El infierno sueña con afrodisiacos, que no muy comúnmente, tienen un gusto por compartirnos brebajes e infusiones que duren un infinito más de los que ya se han agotado. El exceso ovaciona a la estética como un resguardo que arroja clemencia tras un sótano invaluable: el desespero. Remontando, casi dos años atrás, el lugar menos propicio paro inculcar la fantasía como una alegoría que pretende alcanzar, en un vuelo, la mejor altura para poder caer entre el ego de amar, es en un salón de clase; donde el recuerdo y la nostalgia de ser un escudero cuyas epopeyas medievales se le agotaron fuera del alcance del tiempo y espacio, cercioran que el paraíso ha dado pasos atrás por haber participado en la mejor batalla con visión de promoción a caballero, esto es, perfumarse a ideales por el amor, arriesgar lo que no tienes que arriesgar para que el otro comparta su soledad, esto es lo que me llevó, en una mañana, a incursionar los ojos pálidos en palabras aún más frías que el fuego mantiene en su centro, como un hielo de proporciones intangibles.
Las mañanas sueñan con descansar, desaparecer del sitio, ese… donde no hay más orientación que perderse. Así que todo parece tener génesis en el sentir y el ser, una Fortuna invaluable que a precio del destino cruza la mirada con La Voluntad, le sonríe y pasa como una atmosfera cuya circunferencia arroja una estela, que los relámpagos miran, hasta caer el sonido de sus próximas sombras: al silencio.
Es ahí dónde encuentro la ciudad, la que me cuestiona, ¿si antes de perderse con ella yo podré mirar, en sus reflejos, las estrellas? Y lo recuerdo, lo sé. Levantar el desespero como una cuna de desolación girando a estruendos, lleva al único camino que no se separa, no se pierde; pero sí que nos lleva al paraíso o al infierno: amar.
Así que en el aula con aras de jaula, el destierro parece el único territorio domable y rebelde, misterioso y lleno de un color que podría avivar los cadáveres al ver el dolor.
Actuaría rima con un centenar de palabras dónde yo sólo usaría una: agonía. La agonía no está en recorrer un flujo que desaparece al pasar diariamente por sus senderos, lo contrarío, está en que constantemente te clava por los ojos la mirada de saber perdido lo último que apostarías, que al final, lo hiciste, sólo para llevar un pasajero como asta de un vicio propio que se sumerge a gloria por la satisfacción del otro. El pasajero, esto es cierto, no tiene la obligación de ir a dónde tu no quieres ni a dónde quieres. Pero ahí queda el detalle del día que comenzó a escribir la noche desde el amanecer, la mirada puesta al vacío mientras la soledad te alimenta de una seducción que no suelta la melancolía; escribir es no estar por decirlo desde otro lugar, perder el tiempo; olvidarse de que existe un presente que alimentar, un pasado que olvidar y un futuro que soñar. No existe, es allanar la nada con la mejor estrategia que surge: perder todo, y tal vez es dónde surja la poesía.
Un grito es demostrar lo que sientes por la alegría de verlo vencido. Y fue el grito donde la llame al contorno más desgastado del alma, la pureza que merodea el ardor de la tristeza, jugando con su vela y deslumbrándose de la profundidad que acelera por encarcelar el aura hacia una sensación que ningún día podría agotar. El día seguirá brillando mientras más se pega el cielo al suelo, las miradas que arrojan las nubes son las tormentas en las que nadan los océanos. Y comienzan las primeras letras a estamparse contra el infierno, escalando al destino por atormentar el martirio. Flagelarse por el sentimiento, porque al final la balanza ya no está encadenada a dos condenas, sino a una rueda que rota a un ciclo inadmisible de dejar: ella… sólo ella.
Pecar parece demostrar que la sociedad se equivoca. Se equivoca al pensar que estás delirando con la procedencia de considerar un refugio tolerable para llorar satisfecho, y el enjambre te envuelve para soltar las reglas: amalé, aunque sea muerto. Tras el laberinto, es difícil no temblar con ciertas palabras; con su elección, ya que la consternación es la ponderación de inquirir si el auge de la resonancia se atiende mejor con esta u otra palabra, si la rima consiste en emanar la melodía o la estructura. Así que
Porque al final lees la carta, te preguntas y te maldices, te olvidas y la recuerdas, te recriminas y la justificas: ¿Por qué no lo dijo? ¿Por qué no lo escribió? ¿Por qué? ¿Acaso le habría pesado decirme que me ama? ¿Qué le temía a que me amará? ¿Qué le temía, al miedo de que la odiara? ¿Acaso las estrellas no le decían que yo la amaba? ¿Acaso fui tan yo, para que ni lo pensara?
Regresas al suelo, el viento te susurra sus deseos, auge de elementos que sostienen el cielo. Y en un ancho segundo, que ha durado cerca de tres estíos, un murmuro rema las sensaciones del silencio, si he conseguido todo lo que anhelaban mis sueños ¿porqué ella no navegó conmigo? ¿Por qué las estaciones divulgaron la alegría hacia el destierro de nuestras emociones? I el clima baja, te llena los ojos hasta colmarlos de vacío, en tu cuerpo se difama el tiempo, y son tus alas, las que llevan por tus egos, mis lapsos que me restringen volver a buscarte.
Vida es transformar la poesía, cantar en sus renglones las manías que se encuentran en la misma cuna que mece la fantasía de una alevosía intratable como inexpugnable, infringir un exorcismo sería ofrecer un paralelismo, que al final es lo mismo como un ensayo inelegible del destino, esto es matar lo que te mata, no se puede; el vicio es tan inquebrantable que su fragilidad provoca cuidar a obsesiones este marco que provoca inspiración, ¿abandonar la sensación? Nunca.
Porque sabes dónde te cruje la mierda, dónde te duele más cuando te recuerdan… y te justifica, ella. Manchado del perdón de la compasión por la confusión, la mirada que late tras imágenes te llevan a mirar de nuevo la realidad. Duele saberlo, duele mirarlo, saber que te haces pendejo al pensar que aún no lo sabes. Mirar tras el espejo la nueva infusión de letanías clavadas con una dosis mortal de pecados, quieres seguir pero se acabo la pista, quieres sonreír pero ya nada es dicha, quieres sentir pero ya todo es poesía.
Lo que haces, lo haces por ti… sólo que al final todo deja una huella de ella. Un posesivo que jamás debía parecerlo, un truco que sabía administrar mis egos bajo ocasiones suculentas para dirigir palabras, erudiciones, regalos imborrables de espontáneos versos, estrellas colgadas bajo una bocina desde donde se escucha la voz que te puede cambiar de clan cuando ella quiera: del cielo al infierno con pasaporte a sus besos. Y la voz te llama, carajo… te llama, con mil cosas la hubiera callado pero para qué hacerlo, si su voz no cabe en la noche, en el silencio. Y amaneces pensando en el ritual, en la voz, en el cielo que merodea, en él ves que apenas puedes distraerte al estar con ella. La voz ahora es un conjunto de infinitos cardinales de otros infinitos, es ella. Y estás jodidamente loco, pero no puedes demostrar hasta que ella lo sienta. Junto a ella, el cielo es normal, el suelo no está bajo los pies, todo es normal; y es ahí la maravilla, lo cotidiano es el destino. Y no lo pensaba soltar.
Aquí, donde no es había una vez es: dónde ahora es. Aquí, donde no es muy puta madre lejano es: muy, muy putisimamente cercano. El corazón salta, se reprime, se ahoga, se mata, se resucita, palpita, merodea, vive, canta, me duele a veces cuando todo respiros profundos, circula de llamas la sangre, ruge la poesía a su manera, me dice que ya no hay más, que nos jodimos pero seguimos aquí… ¡aquí!, y no putisimamente lejano… aquí. Donde sólo nacen la descripción del infierno más reluciente y naturista que hay, donde los caídos por el sentimiento la describen. Donde la tradición marca seguir, el llanto en llamas, el cerebro seco, las velas soplando fuego en la literatura, porque es dura, quema, sus estelas son maravillosas pero si que son deslumbrantes. Bajo el corazón desde sus latidos, el limen no alcanza el umbral, se derrocha entre la inmensidad a la superficie de la nada, un abismo con litorales a la vista, pero catastrófico en mi exceso de jugar con los egos y sueños.
Y se decrece en tus sueños, bajo la órbita de colgarse a la gravedad que tira con la luna. Y los astros merodean, las figuras y láminas pierden postura. La locura desborda, mito de danzas y conjeturas de caricias. La luna se asoma, cerca de tu egos, comienza la lluvia, y yo sólo regojo tus lágrimas, aunque se mezclen con el océano, yo las recojo, extasiado de desolación, y navegando mareas sin condición. Y entre las noches, cerrando el universo, yo la veo… No todas las noches le veo, pero en las que sí…la extraño. Esa es mi plegaría, la última que lleva al infierno.
Con punta al amor comienza la agudeza del dolor, un pronóstico con tinte de diagnóstico; al final alguien siempre llevará más ventaja que el otro, con las estrellas perdidas y el vacío alumbrando, se vive al cortejo del hedonismo como venga.
Y al principio está el pasado, repitiendo sus cartas al repartir sus entrañas. De devociones se cargan los ideales, pero al susurrar un sismo de trivialidades pesadas bajo el buque de la mañana, los juicios son trastocados, las ideas insatisfechas, los imperativos dejándose tomar por admiración interrogativas… y el amor susurra… carajo que sí susurra un himno extraño, sólido y de otoño. Retumba la poesía en los oídos de nuestras diosas: ellas, por las que morimos y después l escribimos, haciéndolas más mortales en la castidad de su divinidad eterna y frágil. Y el velo se llena, junto con mística y poesía, cubren nuestros ojos para ir a morir con el alma puesta en su sollozo, el mismo que canta y llega sobre sus labios como notas de silencio.
Y al final: Te preguntas y la maldices, te olvidas y te recuerda, te recriminas y te justifica: nunca te amó…
Porque necesito que mi poesía ruga, ruga en el infierno, en el cielo, en el suelo, en donde ella vea que sí… que sí la amo. ¿Y dónde más que el silencio?
viernes, 9 de julio de 2010
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