domingo, 25 de marzo de 2012

Caracol desnudo


Y el caracol, pacífico
burgués de la vereda,
ignorado y humilde
el paisaje contempla.
-Federico García Lorca

Garantizo que este texto ya lo había escrito, en otro lugar y quizá con la misma fecha. Lo había escrito como quien hace de la literatura un perico que imita los sonidos y locuciones de un hombre, pero en este caso, el perico podría haber sido una mujer, entonces la voz del perico sería a la vez cotidiana y con un desgastante arribo hacia la sensualidad, un viaje jamás concreto. Por lo anterior, quizá el texto debería de tratarse de un perico, un hombre y una mujer; quizá el perico imite las conversaciones o algún bramido, pero este texto no trata de eso, o quizá de alguna forma, como un traslúcido eco que va equidistando las palabras con las ideas, trate de un perico. Pero sé que este texto no termina (como suelen escribir los entusiastas, que jamás buscan en los renglones la respuesta que el escritor mismo le hace al personaje cotidiano), el texto se refleja por otro texto, el otro texto parecía hablar con una voz honesta pero poco confiable: salta de una objetividad minuciosa a una ficción comparable a los procesos de la memoria. La hoja se extiende en dos contornos, su dimensión es un recuerdo que nunca será igual, y de allí, un sin lugarespera, un café; pues había escrito esto como quien hace de las hojas y los renglones palabras borradas para transcribir otras, y así, desbordar la historia y su infidelidad.
Se dice que en algún tiempo, los segundos contaban historias; historias de todo tipo, pues se centraban en un foco infinito de temas, en conjunciones de delirios, de relatos que sólo se describen mediante la comparación de una escalera imposible que termina llevando a un laberinto, y de éste a otro, escalera contenida en un curto de seis paredes donde los locos aúllan y anida el amor que tiene la cerveza por el mundo. Historia que los segundos contaban, entonces los hombres se quedaban sentados a lado de las mujeres, y ambos se dedicaban a la contemplación de lo conciso: el éxtasis fugaz de quedarse sin pensamiento, una ociosidad perenne. Tiempo desmedido, alusión con la que las mujeres se hacían peces y respiraban en los pulmones de los hombres, se tomaban las manos, se asían los sexos, luego las piernas; y se miraban: libres, tontos, geniales. Ese período no es hoy, pero lo hubo; lo sé. Y cada historia era la misma pero recordada de una forma distinta, a veces anticipada, otras no parecía ser historia sino una especia de alegorías y tribulaciones conjuntas en una lenguaje ininteligible, pero al contarla, tenía la misma sensación parecida a una evocación idílica, generada por un espacio de reflejos infinitos en el sueño y la realidad; todo esto, a una velocidad instantánea como el seguro y conmovedor caminar del caracol. De algo estoy seguro, hoy no es ese tiempo; y hoy los segundos se miden sin las historias.
El aullido alcanza al caracol; el caracol lo sostiene: no tiene pulmones pero tiene bolsitas de celofán. El caracol camina, mira alrededor y todo parece encontrarse en el instante: la tarde, el frío, las muchachas, las sonrisas, la cara de los departamentos de la Nápoles. El caracol se para sobre una hoja, parece seguir caminando lento pero está erguido y quieto; diluye los ojos con sus parpados finos, y su pequeño corazón se frota en latidos dispersos. Su concha sigue una espiral que rememora a la muerte: es constante, su concha sigue un patrón lineal que podría parametrizarse en diversos radios exactos; un matemático se pondría contento con su forma, un poeta sabría que más allá de la forma, está la homologación de la naturaleza, una función que admite la poesía de lo cotidiano en lo disperso. Pasa el segundo, y sigue otro hasta llegar la noche.
La noche desviste los pensamientos y el caracol, con su traje más espumoso, se levanta. Copula con otro caracol durante algunas horas; se une al otro, saca su pene y le unta su vagina; pues los caracoles son seres andróginos, uno tiene el turno para fornicar al otro y el otro después será penetrado como él mismo hace; en medio del proceso y estando juntos nace un dios enano que danza, en su prófuga, la muerte. Entre sus bocas no hay palabras, sólo segundos que recorren su estancia en un éxtasis de instantes, eternos; es cuando el caracol está más desnudo, fuera de su concha; y así entra: líquido y gusano frente a la noche. Su concha se expande y se contrae. Y se va cantando, cantando una historia sin que nadie lo escuche, más que el pasto. Luego se detiene y mira al mundo.
La desnudez: canto por el cuerpo y por la siguiente línea: ____________________ o esta: ∫Φ. Pero la desnudez deambula por la cama, frente a la regadera, en el patio o en la cocina. La desnudez es la misma: se nace desnudo, se debería de morir así, sin nadie y sin ningún secreto. La desnudez tiene un lenguaje. Ese lenguaje está sitiado en el instinto y en la demencia, el lenguaje se habla en la metáfora más resuelta, el entorno recorre la silueta; la desnudez se extiende con un gesto de tierra, se extiende por una cara sensual. Se enciende cuando las manos lo deciden y una danza de dedos persigue al vestido, a los botones, a los cierres, a los cuellos bien puestos, a los calcetines de colores, al cinturón que se somete en la cintura, a las bragas (¡Qué palabra!), a un calzoncito tanguero o enorme, a unos guantes o cualquier prenda. La desnudez es el momento más hipócrita, donde te presentas sin ti, pues te asumes con la confianza que más intentas representar, la que huya del miedo; pero a la desnudez no le importa si eres tú o él que se finge. La desnudez es el margen de centrar los ojos y tocar esa desnudez, entre la sombra o en la luz, la desnudez es una esfinge que plantea en todo momento un engaño: parece siempre quieta.
Entonces la historia ya está marcada. En la memoria siempre será otra, dos conceptos se atraviesan: el tuyo y el de ella se enlazan hacia el olvido como un azar de proyecciones e imágenes. A veces ella te miraba mientras veías el espejo, entonces se burlaba, su pregunta era lanzada a tu cuerpo y te mentía con sus ojos, mirándola parecía que el segundo se atrasaba. Pero ella atacaba. Entonces sólo tenías voluntades interpoladas, sustraídas en reír. Ella se mojó los labios con rompope, tú dejabas que la noche avanzará. Su pequeña perra ladraba, y un horizonte de luces parecía convertir la ciudad en velas. En su balcón veías unas patrullas, un oxxo a lo lejos, árboles, y edificios aledaños. Pero ella estaba cerca, la mirabas, inusitada en su casa, desplegaba todo secreto desde su cuello y se pegaba tanto a ti que se hacía un cíclope, para batir con el cíclope le besabas los ojos y aparecía ella de nuevo; luego se ponía más alcohol en los labios y todo, a partir de allí, lucía disfrazado.
El color de la noche era del rasguño de un gato. Para mediar las cosas, si su madre aparecía, le conté mi plan y ella sonrío, conmovida por la rara astucia u osadía de mi seguimiento. Pero su casa seguía oscura, y podíamos oler nuestra sombra. Nuestros cuerpos e hacían enanos, avanzaban desde el último piso para abrir los brazos, apostar, y volar. La sala estaba en diversos silencios, había cuatro luciérnagas invisibles que resumían al universo, y nuestra voz sólo se planteaba levantarse, huir con los labios del otro y seguir engañados, seguir en ese juego imposible de traicionar a la noche con la luna, persiguiendo, acaso, un aullido o un segundo.
De regreso, la calle estaba vacía. La Nápoles tiene cinco puntos cardinales. Pasé y miré lo distinta que estaba la calle: no estaba el puesto de flores, el changarrito que vende ensaladas, la gente, la tienda de telas, o el fantasma que me murmuraba: aléjate, la quieres. Y el vacío de la calle y su inmovilidad se presenta, un juego de sombras atendía pendiente a toda ausencia; pues el mundo exterior parecía tan ajeno como el interno, en ambos todo estaba en otro lugar, y una correspondencia de silencios marcaba en la calle la tranquilidad y el vacío; es decir, lo que no estaba en esa calle se reflejaba en otra. Pero lo que estaba era otra historia: el recuerdo de ir caminando con ella en el tiempo menos apresurado, otro día sin importancia, sin dimensión, pues detrás de esa historia estaba ésta, y en ésta no había tiempo: sólo el olor de lo que comenzaban a hacer las palabras, su sentido por abarcar ese pequeño universo que se convertía en otro mundo. En otro mundo, con sus propias reglas para propiciar el caos; el absurdo entonces se llamaríaamor; y un columpio de situaciones y azares devendría como consecuencia en que el vértigo deshace las palabras, para que al escribirlas, se reconstruyan y alcancen un vuelo de inexactas amplitudes pero de expresiones eróticas y honestas dentro de esa falaz esfera de amor.
La calle no terminaba allí, y como cualquier otro texto, fingía comenzar en otra parte para finalizar antes de ese principio: la realidad es un oxímoron contrapuesto con su reflejo, y vida y muerte no abarcan lo suficiente para contener y desentrañar una vivencia, ese paisaje donde al caminar por la calle, frente a una base de taxis, un caracol te mira, parado sobre una hoja. La oscuridad parece ser un cuadro calculado por el caracol, y en su amplitud, él podría subir por una lámina invisible hacia el universo y llegar a su último punto; pero en lugar de eso, está allí: quieto, exorcizado por el mundo, compartiendo algo que no sabes desentrañar, algo que después devendrá como un aullido, pero el aullido está marcado por un sin lugar, un café y tus dedos borrachos, desnudos. Desnudos en el momento más preciso; pues se mueven lentos, entre el aire, acariciando al viento donde vuelan ánforas poéticas que el caracol absorbe. Y la mirada entre él y tú, avanza por la noche.

martes, 6 de marzo de 2012

La cabeza de los elefantes


No me gustan los elefantes: su piel, su lengua, su trompa. Pero hoy soñé, y soñé que era la lluvia una gota fresca donde caen de una a una gotas de elefantes. Esta tormenta me entusiasmó, y decidí seguir soñando.

Los elefantes viven en el ártico o en los polos, escondidos; es el año de galletas y de mimos malos. Los elefantes miden cuatro dedos, se ponen a veces muy serios a hablar del mal tiempo; otras, comparan el marfil frente a la siguiente analogía: el hueso inscribe el límite de un suspiro. Entonces se quedan meditando, suspiran el por qué de las cosas y van tomando con su trompa pequeños sorbos de arena. Luego sueñan que un cabrón con veintiún años escribe algo imposible de los elefantes. El sueño habla y recorre lo siguiente: los elefantes viven en África y algunos en Asia, son grises; cosa incierta para ellos, pues ellos son de un amarillo cuajado de bilis; entonces despiertan y se quedan meditabundos, introspectivos, luego sienten nauseas y vomitan nuevos mundos. Mundos que se trafican, pues el contrabando de ideas es sólo el principio de las revueltas, de los cambios, de la manera en que el sueño y la realidad convierten en ficción la imagen más tenue con la agilidad de la innovación. Entonces los elefantes se ponen tristes y más meditabundos. Algunos elefantes suben a las estrellas, mezclan en el aire un poema; y en una física imposible, alcanzan la muerte pero no mueren; entonces se ponen tristes, meditabundos; un poco moribundos.

El orden en que los elefantes conviven es el delirio, pues a veces se cortan las orejas para escuchar los lagos. Sus patas son montañas negras donde anidan las imágenes. Luego se levantan, caminan y se crean juicios, voces que hablan en tres tiempos; uno para decir que no hay ritmo, otra para conjugar adjetivos, la última para ponerse llorosos y tristes. Pero a veces se emborrachan, se tragan el humo y miran atentos algunas láminas de Tarot; y como no aparece en ninguna un elefante, no se ponen tristes; se encabronan y consiguen germinar su cuerpo en una gota. Los elefantes tienen tres escasos cabellos que peinan con esmero, se despeinan en los días soleados, se delinean los dientes con cuerdas, se aburren de ellos y se asustan de los caballos. Entonces despiertan encabronados pues creían que eran valientes, se hacen gotas y llueve.

La lluvia asola el deslinde por el cuerpo, con una vehemencia extraordinaria él la tomó. Llovía afuera, afuera los patos pueden volar, nadar y caminar. Él exclama: ¡qué maravilla!; ella sonríe, pues está desnuda y piensa que él está maravillado por ella, pero los patos pueden volar, nadar y caminar. Ella le habla con los pezones sobre su pecho acerca de la veleidad, y de cómo ésta se suma hasta hallar en la piel el clímax contenido en el lapso intermedio de algo vano, tan vano que se puede hablar de limen, de vacío concreto. Él piensa en la maravilla adscrita en los patos, pues ellos pueden caminar, volar y nadar; pero él sabe que afuera llueve, y llueven elefantes raros, no se maravilla de esto, porque ahora ella es una atención especial, una atención que no es atención, pero inmanente en el cuerpo invisible de aquél y aquella, jamás dichos, jamás separados ahora.

Entonces despierto, releo lo que escribí. Recuerdo algo borroso, pienso en los patos y en los pinches elefantes, y no me gustan los elefantes: su piel, su lengua, su trompa. Pero hoy soñé…

martes, 24 de enero de 2012

El mosquito-Dante

Había oído que los cisnes tienen una lengua para beber la tierra. Pues ella me lo había dicho.

A ella la conocí y jamás lo supe. Caminábamos por algunas calles y las calles abrían la ciudad; una ciudad que contenía perros, estatuas, ancianos, niños, automóviles, arquitectura, cambios, quizá algún espía sexy; quizá el espía sexy la seguía a ella. Quizá yo era como él: acechando, observando debajo de su atención un momento o una situación en que ella brillará, siendo visible, tanto que ello lo notará, lo viera, se interesará pero como él es sexy: su porte, su raro caminar, su insolencia por el mundo la desaliente, invisible para la memoria de ella, pues ha dejado de interesarle. Quizá yo así sea, espía, y lo más importante: ficticio.

La ficción es una prueba de que esos cisnes bebedores de tierra existen. La ficción es una dimensión íntima que se puede comprobar a través de un interlocutor; la experiencia de la ficción es emotiva, tanto se desprende de la razón y del cuerpo: ríe pues lo comprende, llora pues es tremendo, horroriza. Algo de ficción sería decir: los pájaros son sirenas que cantan exhaustas la noche. Ficción es decir un objeto absurdo a partir de un concreto, la ficción es una estructura deseable, intencional y adscrita a la reflexión de la imagen: la suya, que ha creado. Pues se puede decir que los enanos montaban mariposas, mientras borrachos, disipaban la tarde en un ajedrez al que ellos eran las piezas.

Ella dijo que los cisnes tienen una lengua para beber la tierra. Después la besé y allí comenzó la máxima ficción, pues ella era un cisne y en un intento desee que yo fuese real.

La ficción desmiembra la lógica, en su intermedio la usa de contexto y le da sabor al diálogo. Ficción es tener un mapa de un laberinto pero estar dentro de ese mapa. Su horizonte: ser emotivo, conseguir una expresión, compartir un juego. Hacer reencarnar y reaccionar la fuga de la realidad en la misma realidad; sonreír y saber que la ficción tuvo dos pasos: la imagen de su inexistencia y el juicio del oyente para componer un tercero: la existencia de un producto a través de su irrealidad, es decir, la ficción crea, y lo creado existe. Por otra parte, la sonrisa lo comprueba al sabor de la reacción del oyente, pues te dice, te murmura: loco, estás loco. Loco lindo; pues la ficción ha provocado algo real que es una emoción. Pero el sentimiento es ficción del sentir, pero el amor es producto de una alusión, y esto lo hace real.

Después un cisne me murmura algo raro. Yo le respondo que entre nosotros hay amor. Y parece que yo solo hablo ficción.

Había oído que los cisnes tienen una lengua para beber la tierra. Ella me dijo que lo nuestro terminó; pero no, lo nuestro fue ficción. Ella fue un cisne y hoy es real. Yo sólo soy un espía que bebe la tierra.

Había oído que los cisnes tienen una lengua para beberla tierra. Pero la tierra es aire en ficción.