martes, 6 de marzo de 2012

La cabeza de los elefantes


No me gustan los elefantes: su piel, su lengua, su trompa. Pero hoy soñé, y soñé que era la lluvia una gota fresca donde caen de una a una gotas de elefantes. Esta tormenta me entusiasmó, y decidí seguir soñando.

Los elefantes viven en el ártico o en los polos, escondidos; es el año de galletas y de mimos malos. Los elefantes miden cuatro dedos, se ponen a veces muy serios a hablar del mal tiempo; otras, comparan el marfil frente a la siguiente analogía: el hueso inscribe el límite de un suspiro. Entonces se quedan meditando, suspiran el por qué de las cosas y van tomando con su trompa pequeños sorbos de arena. Luego sueñan que un cabrón con veintiún años escribe algo imposible de los elefantes. El sueño habla y recorre lo siguiente: los elefantes viven en África y algunos en Asia, son grises; cosa incierta para ellos, pues ellos son de un amarillo cuajado de bilis; entonces despiertan y se quedan meditabundos, introspectivos, luego sienten nauseas y vomitan nuevos mundos. Mundos que se trafican, pues el contrabando de ideas es sólo el principio de las revueltas, de los cambios, de la manera en que el sueño y la realidad convierten en ficción la imagen más tenue con la agilidad de la innovación. Entonces los elefantes se ponen tristes y más meditabundos. Algunos elefantes suben a las estrellas, mezclan en el aire un poema; y en una física imposible, alcanzan la muerte pero no mueren; entonces se ponen tristes, meditabundos; un poco moribundos.

El orden en que los elefantes conviven es el delirio, pues a veces se cortan las orejas para escuchar los lagos. Sus patas son montañas negras donde anidan las imágenes. Luego se levantan, caminan y se crean juicios, voces que hablan en tres tiempos; uno para decir que no hay ritmo, otra para conjugar adjetivos, la última para ponerse llorosos y tristes. Pero a veces se emborrachan, se tragan el humo y miran atentos algunas láminas de Tarot; y como no aparece en ninguna un elefante, no se ponen tristes; se encabronan y consiguen germinar su cuerpo en una gota. Los elefantes tienen tres escasos cabellos que peinan con esmero, se despeinan en los días soleados, se delinean los dientes con cuerdas, se aburren de ellos y se asustan de los caballos. Entonces despiertan encabronados pues creían que eran valientes, se hacen gotas y llueve.

La lluvia asola el deslinde por el cuerpo, con una vehemencia extraordinaria él la tomó. Llovía afuera, afuera los patos pueden volar, nadar y caminar. Él exclama: ¡qué maravilla!; ella sonríe, pues está desnuda y piensa que él está maravillado por ella, pero los patos pueden volar, nadar y caminar. Ella le habla con los pezones sobre su pecho acerca de la veleidad, y de cómo ésta se suma hasta hallar en la piel el clímax contenido en el lapso intermedio de algo vano, tan vano que se puede hablar de limen, de vacío concreto. Él piensa en la maravilla adscrita en los patos, pues ellos pueden caminar, volar y nadar; pero él sabe que afuera llueve, y llueven elefantes raros, no se maravilla de esto, porque ahora ella es una atención especial, una atención que no es atención, pero inmanente en el cuerpo invisible de aquél y aquella, jamás dichos, jamás separados ahora.

Entonces despierto, releo lo que escribí. Recuerdo algo borroso, pienso en los patos y en los pinches elefantes, y no me gustan los elefantes: su piel, su lengua, su trompa. Pero hoy soñé…

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