Llegan los años por abatir el ataúd, ataúd que se mezcla y cae sobre el colchón, ataúd al que llamas cama y al que te dice secretos y conoce tus sueños, tus deseos que quedan clavados sobre la almohada que noche a matinal te los recuerda; día a día, pesa y no lo dejas (no se puede abandonar), y allí está, tan paciente; le crecen raíces desde su tímida elevación que vienen a tener su génesis en la fantasía, en el caos, en un eco distorsionado, en un castigo rutinario del que no se puede acabar de saber cuándo comenzó a ser un verdugo, cuándo comenzó a cavar tras tus orejas esa cripta que se va llenando de tu cuerpo poco a poco, se va ajustando a tu silueta, a tu desencadenante cuerpo; y tus pasiones nada sientes. Nada sentirán, ¿quién, por todas las infinitas mentes, tendrá en cuenta que has pasado allí?; pensativo, furtivo, con el corazón helado mientras lo escuchas latir (sus latidos te murmuran una canción que entrerima con la muerte), allí, en el lecho que te cobija, al que amas, al que noche lo buscas para estar solo; porque allí es dónde te confiesas y lloras, lloras por no tener lágrimas y más por no tener a quién dárselas; ese es el abatimiento del ataúd: gritar con la única esperanza que las cuerdas vocales exploten y te sangre la garganta; y de ese brote mire los tristes llanos de la cotidianidad; estaré solo hoy y siempre.
Es lo pesado, lo que no acaba. El sarcófago, por más adornado que esté de palabras y de elegías siempre es pedazo de ahora: de madera que alimenta gusanos; los arrastra sobre tus ojos, sobre los que tuvieron sueños y vieron la esperanza de estos a través de ellos; de los perdidos y locos, pero ahora estás solo, solo, solo. Ni ganas de llorar tienes. Así es todo, puedes continuarlo y de algo servirá; pero no puedes, lo intentas y miras, pero no puedes. Acabo el día y la noche y tú aún pensado sobre ti mismo, de cómo te vas pudriendo tan lentamente que ni el olor hondo que penetra por tus músculos los absorbes; ni la luna canta ni las estrellas vuelan, sólo los sueños quedan solos, abandonados en la tempestad del ser que transita un sendero frágil, al que nunca se encuentran con la alegría de la comprensión. Todo se diluye, desaparece en el momento que amas.
Aquí se arma esta última grave promesa, la que busca y queda sola en los tejidos del universo; observa su inmensidad, suspira, se tira al vacío de la noche. Abre los ojos de nuevo, y la noche le prende llamas a su aurora; sólo así se puede de deslumbrar, esa luz que nos susurra a los ojos: que sí hay, que sí existe.
Y escribes, y te sorprende: es malo. El texto no te convence. Sonríes, no todo ha acabado… si es tan rebuscado e inorgánico es porque no va dedicado a alguien; lo escribiste a través de la nada. Por eso hay esperanza, por que cuando escribes no lo piensas, sólo lo sientes y por allí va la inspiración natural de tus egos, los que intentan allanar unos besos para transcribirlos entre versos; esos, que queden eternos en la silueta de laberinto y sueños; porque los otros textos no son tan secos, tan descriptivos, tan objetivos, sin alegorías y sin penas, por eso sonríes; estás vivo. Quizá si te recuestas tras la noche en ese ataúd, pero lo haces lo más cómodo posible, para que no te espante los sueños, para que no postergues y no dudes. Escribes, sí; ¿qué importa si a muchos no les gusta…? Si estás solo, sólo son por ti para quién subas y quemes un coliseo; y en un reflejo, veas esa mirada, esos ojos; quizás ariscos para otros, pero de colores infinitos para los tuyos. He allí que abunda y se quiebra el ataúd; para compartir su silueta a través de sentimientos.
Tras esta noche, sólo quiero; entre mis reflejos y mis sueños, verte a ti: sin que hables (adoro tu voz, pero entiende que el silencio tiembla más en el corazón), tu mirada puesta y fría con tu corazón latiendo; sólo sentirte con una imagen, una mas que reine toda esta noche.
domingo, 17 de octubre de 2010
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