El delirio se afrenta a ese espejo, el espejo es el sueño de conseguir una sonrisa, la sonrisa se pega al claustro del cielo. Ese cielo al que conocemos con los ojos abiertos, al que conjugamos al jugar con las nubes a través de los años. Este estío ha pasado ya veintiún veces como para desdoblar manecillas y colgarlas en la boca; los mismos calores que aturden de gélidos, el frío incontable que se detiene a respirar fuego. La misma cama, el mismo techo; a veces un raro dolor en el corazón y una emanación del alma cuando esto sucede, se inhala fuego y duele, se aturde con el frío y se detiene; todo ese raro dolor de sentir al corazón, de respirar y el dolor vuelve. Todo parece un soplido, un suspiro, un silencio que la noche retiene y su eco se repite por las mañanas; en las mañanas el agua fría rescata y tiende a expandirse como una niebla con sentidos de perderse. Con la noche en las retinas, los semáforos de la calle se desorbitan hacia el caos de las miradas que los cierran. El silencio se va matizando entre los dientes al pronunciar nombres, las encías comen besos y los labios delimitan las curvas del alma hasta la piel.
El espejo se empuja contra las fauces del delirio; las horas pasan como cada año, es imposible medirlas que alcanzamos a contarlas. Esas horas pasan, murmuran de cerca, se infiltran y comienzan a dictar sobre las pupilas una danza, casi lúdica, onírica que despierta un reflejo. He visto tantas veces el reflejo que parezco una ilusión para él. De noche me convierto en luciérnaga o en fantasma, paso a devorar cuellos para destilar besos, conozco el aroma de labios transparentes y de silicones tímidos. Aún veo pasar sombras sobre las últimas regiones de luz donde la oscuridad es en mayoría completa, esas figuras mezcladas con ensambles imposibles; conozco los ruidos que hay debajo de mi cama, conozco que por allí hay una ventana para saltar al cielo y caer desnudo, sin boca o piedra para dibujarse una. Conozco que hay más allá y duele revolcarlo en la Nada, exprimirlo en el caos y sustentar que es imposible un estado cognoscitivo fuera del alma; sé que en ese imposible Allá, se combinan los colores con raros magnetismos, las profecías se marcan como pautas al pasado, el tiempo es un café usando el último grano de fantasía, y el corazón se agita por esas volteretas hacía sí mismo, para llevarse perdido al destino.
La lluvia avanza hasta secar las páginas; páginas que repiten el ánimo de la pasión, el escurrir del deseo germinado por las miradas, el cuerpo tirado y compuesto de bisagras para poder abrir los brazos, la lengua cosida para poder olfatear las tijeras que puedan delinear cada resina de sangre. Es tu cuerpo y estas palabras viscerales, naturales y estúpidamente depuradas; es tu alma que gime desde el abismo de tus ojos, es tu piel pegada a tu sexo, tu abdomen dormido y blando, tu corazón haciendo funciones biliosas para sustentar la saliva de sangre, son tus colmillos que persiguen desprender piel al cielo, a la mujer del los silencios, al temple de los siglos con los que se la retina se llena por la garganta femenina, es atisbar el engaño femenino; superarlo o dejarse batir con su cariño, es levantar los ojos sobre y sobrepasar entre los senos al silencio, es no saber ni un carajo de lo qué es amor pero pronunciarlo a cada labio ajeno, es llenar de palabras un cuerpo que te habla y te persigue con sus venas, es llenar las manos de miradas y acariciar así a esa mujer; es sólo tentarse por morir, por haber nacido y mirarse en el morir.
Las páginas se van quemando con lágrimas, el fuego del cielo cayó un día de hace veintiún años en mis ojos; desde entonces me dedico a mirarlas, a intentar prometerles que debajo del alma hay un hueco para poder condenarnos a no prometernos más, a poder jugar sin miedo con el riesgo de los corazones temblando.
Es allí donde nací, en el último lugar de las risas, donde las flores comienzas su camino a convertirse en hielo, al último lugar derretido por las mangas donde Dios clavo a sus hijos, a la blasfemia y al terror, al tremendo soslayar de la perdición, al cinismo y a provocar hastío; al hedonismo que se niega de ególatra, al juego; todo juego por el deseo de ver los ojos de Ella, temblar y pronunciarle amor, pronunciar que tengo veintiún años y por este rincón que se va delimitando hasta la locura, me tiene frente, con las alas dispuestas a brear debajo del suelo y alcanzar el mar.
El delirio se afrenta a ese espejo
el espejo se empuja contra las fauces del delirio;
la lluvia avanza hasta secar las páginas,
las páginas se van quemando con lágrimas.
Es allí donde nací,
entre los últimos lugares
que la noche canta,
donde los bosques
temen cultivar su tierra,
el alma pronuncia
en el cuerpo de las sirenas
el eco con el que
calla y habla
el amor.
El mismo tiempo tiembla al callar con esta fecha, diez de agosto por la noche, a las veintiuno y treinta, la hora que el segundo no se atreve a ir más allá, a explorar la desnudez con las manos puestas como besos, los besos acarician como manos, los deseos atentos esperan por cogerse a la noche; y todo para nacer porque está permitido morir. Morir hasta matar la muerte y descansar en el descaro de la eternidad.