domingo, 20 de junio de 2010

Libertad acelerando

Haciendo cuenta, mi vida no ha recorrido un aburrimiento, si bien antes se podía establecer un aullido que mastica la comezón de un grito, un grito que revoluciona a más veces de lo que un círculo se espantaría. Un nivel cromado de pavimento, lluvia y con tan escazas reglas que al contarlas sólo queda una: No matarse.

Es divertido escuchar Riders on the Storm, recordar que más que una canción es la salida de un recuerdo que puede brillar con ínfulas de deslumbrar. Tenía cerca de diecisiete años, un poco más de dieciséis sin llegar a los diecisiete, tenía poco menos de dos años que por primera vez tomará una palanca y acelerar a no más de un paso, donde una abuelita se iría mofando: 20km/Hr. Pero el exceso es un tributo que raramente tiene alas; sé que soy un gitano de vagas ilusiones, pero las alas de las que hablo son seis cilindros, un auto antiguo con vista de kilometraje no tanto como él, tres pedales, un volante, el pavimento, Dios y Mefisto en el retrovisor, en cada lado, compitiendo por quién era el afortunado ganador de llevarse a un adolescente dispuesto a volar sus ruedas hasta el autódromo, ya que El Rodríguez está a menos de 300mts. tan cerca y sin poder abordarlo.

El circuito es la línea que depara el suelo con la atmosfera, un humo que se extiende sobre la niebla. El piloto está ilusionado con poder arrancar algo se Ayrton Senna, quién para entonces, yo sabía que en lluvia es indomablemente un cabrón.

La adrenalina es el único casco que cubría mi vida. Recuerdo que tome al auto bajo cualquier pretexto, tenía diez minutos para que Azrael me viera cómo llegaba más rápido que él a la cripta para pronunciar mi nombre bajo un ángel piadoso con aura de mujer. Tome eje tres sur para llegar a la recta de Canal de Churubusco. Antes de salir me cubrí con una canción, no podía matarme sin antes un ritmo que llevará mi alma al carajo, fue Riders on the Storm. Cuando salí, miré el viento como azotaba las ramas; más bien acariciándolas, sentí después unas gotas que cayeron sobre mi rostro y el cielo nublado parecía un buen presagio para ir a calentar rueda.

Me subí al Z24 de mi madre, lo prendí y espere con ansía un miedo que desbordará sólo para ir a vencerlo, aunque de paso me llevó Mefisto a su cuarto, que comparte con Dios, para ver el espectáculo. Salí y tome la primera recta, calenté el auto mientras llegué hasta un límite de 140km/Hr. Tome una curva para incorporarme a la parte más entusiasta de la segunda recta, dos kilómetros quinientos de pavimento mojado, que para entonces el viento había traído una lluvia, obligando a todos, a no ir a más de 60km/Hr. Para hacer un emblema claro, estaba lloviendo cabrón.

Tome la primera parte de la recta. De primera a segunda hasta 55km/Hr, de segunda a tercera hasta los 80km/Hr, de tercera a cuarta hasta los 115km/Hr, de cuarta a quinta a los 140km/Hr. Sé que no hay algo claro en esto, no estaba viendo a qué velocidad hacia el cambio, aceleraba con la lluvia pegada a los ojos, escuchando cómo se estremecen 5500 revoluciones.

Carezco de criterio, ahora me doy cuenta. Pero ante todo, bajo un cántaro como lluvia que golpea el parabrisas, apenas se ve en los espejos cómo es que 170km/Hr. levantan olas de gotas al pasar por llantas mientras maulló hacia mi muerte.

La concentración no existe en ese momento, más que eso, la concentración se quedo atrás cuando has decidido viajar con la lluvia a un nivel que pocos experimentan para contarlo. Si la evasión existe, en ese momento tiene pinta de pasajero vestido de un nombre de musa. Sí por un sentimiento corría, ¿pero quién puede tener noción cuando va entre diluvios pasando a emociones?

Si en todo caso, la muerte se aferra a la vida igual que la Tierra a la gravedad del sol “No me botes cabrón, estoy girando bien intenso por ti, o mínimo ven a tirarte al vacío conmigo” No sé hasta dónde la gravedad sujeta al suicida, pero rebasar el límite mantiene a un corazón rugiendo a un ritmo que sólo un nombre lo podría alcanzar: amor.

Sé a qué pendiente gira el amor, a 170km/Hr. en un suelo mojado levantando llamas de olas, calentando el suelo para acostarse en el y pronunciar un nombre que quede grabado en vibraciones para que resuene a cada ente que pase por ese espacio: ¡La amo, qué pedo!

Girar como las llantas es mantenerse estático, la dinámica tiene reglas para romperse con juegos estúpidamente compuestos por una mente que gasta casi un cuarto de gasolina en menos de 5 km. El juego es apostar, entender que no comprenderás el por qué. El porqué la evasión va estructurando una mansión tras el acelerador, dónde la concentración no existe; es la adrenalina la que va sujetando el volante, el misterio de saber qué limen se atraviesa cuando el criterio va volando a 170 dioses/diablos. Quería chocar con su corazón para fundirlo con el mío. La lluvia siguió antes de frenar, la lluvia duro después de frenar.

Ese semáforo es emblemático: alto, decía. Pero yo no quise parar, si me iba a estrellar no importa con qué muro me iba a detener… me entregue a amar. ¿Quién necesita criterio cuando esté se quedo en la curva para alcanzar la recta que tiene camino de paraíso e infierno?

Sí, no siempre fui el que ahora soy. Pero creo que rebase al asesino que venía en su bochito, aún así se me subió, no alcanzo el ritmo el cabrón. Bajo el privilegio de la soledad, a mi experiencia me sentí muy acompañado, actuando solo bajo la oportunidad, que viaja, pegada al suelo. Es increíble que las palabras viajen, algunas veces más rápido.

Estoy seguro, bajo el crimen que la consciencia me dice que esto puede ser un insulto; Monsiváis sabía joder la lluvia a un ritmo cardíaco, mientras era jinete de palabras agudas, acelerando cabrón.

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